Es inevitable. La Turquía futbolística evoca irremediablemente el nombre de Franco cada vez que se cruza con España. Otra maldición de un Franco, este italiano, un bambino de 14 años que el 17 de marzo de 1954 culminó uno de los mayores sainetes en la historia del fútbol español. La improvisada mano de este muchacho con los ojos vendados dejó a la selección fuera del Mundial de Suiza de aquel año. El chico resultó gafe para los españoles, pero no fueron pocos los despropósitos anteriores.

En la fase de clasificación para el citado campeonato del mundo se cambió el criterio de proximidad que solía validarse hasta entonces. Esta vez, como era frecuente, a España no le tocó Portugal, sino Turquía, algo más que un país exótico y lejano a ojos de los españoles. Todos dieron el sorteo por bueno, los turcos, en cuestiones futboleras, no eran nada del otro mundo. España había sido cuarta en el Mundial de Brasil de 1950 y, para colmo, acababa de nacionalizar a la carta a Ladislao Kubala, un futbolista extraordinario que había escapado de Hungría en 1949 y fichado por el Barcelona en el curso 50-51.

A la federación española había llegado a la presidencia Sancho Dávila y Fernández de Celis, un falangista gaditano al que desde luego no le faltaban ocurrencias. El hombre no se cortó un pelo y nombró seleccionador a su dentista, Luis Iribarren, jugador del Real Unión de Irún antes de la Guerra Civil, pero que estaba alejado por completo del fútbol. Y no tardó en volver a desconectarse: solo duró cuatro partidos en el banquillo. Su singular carrera comenzó bien. El día de Reyes de 1954, con cerca de 90.000 espectadores en Chamartín, España goleó a Turquía (4-1). En el equipo se alineaban ilustres como Campanal II, Puchades, Pasieguito, Venancio, Gaínza…

El partido de vuelta estaba programado para el 14 de marzo en suelo otomano. Nada hacía presagiar un patinazo español tras su superioridad en la ida, pero había un matiz importante. Por aquellos años no puntuaba la diferencia de goles y una derrota, por ajustada que fuera, obligaría a un desempate. Desconfiados Sancho Dávila y su odontólogo, la federación, el régimen, decidió reclutar a Kubala, que había disputado tres partidos como español, pero ninguno oficial. Los rectores se pasaron por la patilla la norma que impedía a un jugador cambiar de internacionalidad sin llevar tres años como residente en su nuevo país, periodo que no se había cumplido en el caso de Laszy. Ni con Kubala calzado por la gatera se evitó la derrota (1-0). El desempate se fijó en el Olímpico de Roma tres días después.

Ya en la capital italiana, cuando quedaba tan poco para el inicio que los jugadores ya estaban con las botas calzadas, por el vestuario español irrumpió Ottorino Barassi, un dirigente de la FIFA con un telegrama: “Atentos españoles, situación Kubala”. A los mandamases españoles les entró el canguelo y Kubala se quitó la camiseta. Escudero, fantástico goleador del Atlético, se la enfundó. Nunca se supo muy bien de dónde procedía el correo de advertencia, aunque las sospechas apuntaban a la propia selección húngara, por aquellos tiempos la gran atracción después del 3-6 en Wembley, que amenazaba con no disputar el Mundial suizo si “su” Kubala se alineaba con España.

El caso es que España no pasó del empate a 2-2, sellado por Escudero en el minuto 80. En la prórroga no hubo goles y, por esa época el gaditano Rafael Ballester aún no se había inventado las tandas de penaltis. Una sugerencia que este directivo del Cádiz y habitual colaborador del periódico local había publicado en 1962. Aquel verano, en la octava edición del Trofeo Carranza, en la final empatada entre Barcelona y Zaragoza, se puso en práctica el invento. Duca, un brasileño, fue el primero en patear en una rueda de penaltis. La FIFA lo vio con interés e importó el invento gaditano, tierra en la que se reglamentó algo más que la “Pepa”. Por tanto, como en la eliminatoria de Roma todavía no había esas penas máximas, se decidió que hubiera un sorteo. Se celebró en la sala de prensa y, al parecer, alguien propuso que quien sacara la papeleta fuera el más joven de los presentes. Por allí andaba un chiquillo de 14 años, Franco Gemma, que se había colado de rondón al ser hijo de un empleado del estadio. Al adolescente le vendaron los ojos. Dos papeletas a sacar, una con el nombre de España y otra, más sibilina, con el de Turchie. Los turcos pensaron que al escribirse en italiano tendrían más suerte. Sancho Dávila y el dentista no eran tan supersticiosos, por lo visto. Al día siguiente, el “bambino” Franco fue portada en toda España. Su maldita mano había dejado a la selección sin Mundial.

Algunos opositores, aunque fuera como susurro, no pudieron evitar maldecir a tanto Franco. Una desgracia doble para el fútbol patrio. El adulto, el que se decía generalísimo, dejaría a España sin poder participar en la primera Eurocopa, la de 1960. La plaza había que ganársela ante la URSS, y de eso nada. A Rusia no se viajaba bajo ningún concepto. Y así fue, el régimen eliminó al equipo. Al otro Franco, el apellidado Gemma, no le fue mal. Turquía le condecoró y le invitó a su expedición al Mundial suizo, como si fuera un amuleto. El presidente-falangista y el dentista-seleccionador se quedaron en casa.

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